Marc Willis entraba en la pista de central de Wimbledon con una muy comprensible cara de incredulidad. Miraba a los lados y se le escapaba una sonrisilla bobalicona, la típica de quien no sabe bien que sentimiento toca, si orgullo, miedo o gratitud. Probablemente todo junto. También caminaba por allí Roger Federer, que hacía de todo aquello más que un partido de tenis, un sueño.
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No había que ser un lince para darse cuenta de que Willis no es un tenista profesional típico. Ni la figura, algo entrada en kilos para dar el perfil, ni su cara de incredulidad, que mandaba sobre la escena, le colocaban allí con naturalidad. Pero allí estaba, después de ganar a Berankis le tocaba disputar un partido contra la leyenda. Y eso, que para cualquier otro sería un golpe de mala suerte, pues contra Federer la derrota es siempre probable, para él era la gloria. Porque no aspiraba a mucho más y jugar contra el suizo es el mejor pasaporte para estar en la central. La catedral de Wimbledon.
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Por recapitular, Willis era una presencia anómala. Un profesor que vagaba por el número 775 del mundo, un jugador que ya solo aspiraba a dar algunas clases y ganarse la vida con decencia pero sin aspirar a ganar mucho dinero. Un jornalero que siguió intentándolo porque su novia, a la que había conocido solo un poco antes, le pidió que no cruzase el charco y que siguiese en ello. Él no rechisto y siguió jugando futures, satélites y demás torneos en los que hay más miseria que gloria.
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Con 25 años seguía viviendo en casa con sus padres, esos padres que, como su novia, se encontraban en la grada tan ilusionados y sorprendidos como el propio Willis. El británico saltó a la pista y sorprendió a propios extraños por su actitud, muy relajada, pizpireta incluso. Sacaba sonrisas por todo lado y pareció tomárselo todo un poco a broma. Tampoco era cuestión de dramatizar y pensar, de verdad, que había partido allí. Iba a ser una victoria para Federer y, de algún modo, también una para Willis, que algún día contará a sus nietos que él jugó en la central del All England Tennis Club y que perdió, sí, pero que perdió contra el mejor de siempre.
25 kilos menos
El caso es que el zurdísimo Willis demostró en la pista que algún golpe sí que tiene. Es decir, que para dar clases, por lo menos, vale más que de sobra. Su servicio no es malo, su derecha compite. No tiene un revés bueno, más bien al contrario, el justo para meter la pelota en pista, y la movilidad no es lo suyo. Ha perdido 25 kilos en dos años, pero aún no es suficiente para moverse de manera grácil por la pista. Todo es relativo.
Federer, que además de una leyenda es un profesional, entró en el partido con normalidad, desplegando el juego que le ha hecho grande y, consecuentemente, orillando poco a poco al aspirante Willis. Cada vez que el británico hacía un punto la grada lo celebraba con efusividad. Las cámaras de televisión se deleitaban en cuatro amigos dispersos por la grada, en los padres, en la hermana, en esa novia que le rescató a tiempo para que viviese a tiempo lo que, en buena lógica, será la tarde más memorable de su vida.
6-0 en el primer set, sin clemencia por parte de Federer. Pero en el segundo set, pronto, juego para Willis. Otra ovación de mérito. El partido se normalizó, Willis ganaba algunos puntos, algunos juegos hasta el irremediable final: la derrota. Nadie esperaba otra cosa que no fuese eso, y nada que no fuese eso iba a ocurrir, pero tampoco cambiaba mucho la cosa, la tarde ya era perfecta, tan perfecta como lo puede ser una derrota.
Las 50.000 libras conseguidas por haber ganado a Bernakis igual son suficientes para que Willis se emancipe. Ahora volverá a girar por los torneos menores, los Futures esos que nadie sigue pero que son los que permiten ganar algunos puntos para entrar en torneos un poco más grandes. La vida corriente de los tenistas normales, los que querrían haber sido Federer pero, en el mejor de los casos, solo pudieron jugar contra él.