El ángulo imposible que Andy Murray, reciente ganador de Wimbledon, dibujó en la final del último Masters 1000 de Roma contra Djokovic, podía hacer pensar en aquello que el escritor David Foster Wallace escribió en su relato Cómo Tracy Austin me rompió el corazón: “(...) Sampras lanzando una volea en un ángulo que desafía a Euclides”. Y ciertamente, algo de antiguos geómetras griegos tienen los tenistas, verdaderos estudiosos de líneas, esferas, planos y triángulos. Sus raquetas son como goniómetros (instrumentos que sirven para medir ángulos). Random House Mondadori ha publicado El tenis como experiencia religiosa, un compendio de los relatos esenciales del escritor norteamericano que hace ocho años se quitó la vida. Antes de él, otros autores vislumbraron las posibilidades literarias del deporte.
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Los niveles del juego de John McPhee —editado en España por Dioptrías— es una novela sobre tenis que obsesionó aFoster Wallace. Ambientado en los años sesenta, en el libro se disputa un partido entre dos hombres que representan dos mundos. A un lado de la red, Clark Graebner: blanco, republicano y calculador; al otro, Arthur Ashe: negro, democrático y soñador. El partido se extiende más allá de las reglas del juego para penetrar en asuntos relacionados con los derechos civiles, la política o el racismo. La carrera de un tenista, del mismo modo que la obra de un escritor, está consagrada a lograr aquello que se percibe de modo subrepticio pero cuya consecución marca hitos: el estilo. “El estilo de un tenista nace de su naturaleza y de su historia, y sale a la luz a través de sus mecánicas motoras, concretándose en ciertos patrones de tiro en ciertos perfiles de juego”, escribe McPhee. Y algo similar podríamos afirmar del estilo literario que un autor posee, esbozado en su caso, mediante gestos narrativos y lingüísticos que lo definen.
Una de las escenas más recordadas de la obra magna del genial Foster Wallace,La broma infinita, que se reeditará en otoño con motivo del 20 aniversario de su publicación, tenía que ver con el delirio de un aprendiz de tenista que soñaba con las líneas de la pista. Después de conocer el diagnóstico médico del escritor —trastorno bipolar— y su funesto final —se ahorcó tras el abandono de su mujer—, no pocos lectores advirtieron que aquel maniático tenista guardaba demasiado parecido con el autor que lo creó.
Si Foster Wallace pensaba que el tenis era un deporte sagrado, su dios era Federer. A él dedicó los párrafos más sublimes, llegando a calificar algunos de los instantes como los momentos Federer: “Se trata de ocasiones en que estás viendo jugar al joven suizo y se te queda la boca abierta y se te abren los ojos como platos y empiezas a hacer ruidos que provocan que venga tu cónyuge de la otra habitación para ver si estás bien”. La belleza de estos atletas, a diferencia de otros deportes, tiene más que ver con la cinética, la estética e incluso el reiterado desafío a la ley de la gravedad. El reverso del excelso Federer, para Foster Wallace, es Rafael Nadal: “Nadal es la némesis de Federer”, concluye el norteamericano